Papá, dejame respirar – Parte 2

Por Carl Honoré
Segunda y última parte del artículo escrito por el periodista canadiense Carl Honoré. En la primera parte, publicada en Papis 37, el autor explicaba los males de la “híper paternidad”. A continuación, la feliz aparición de una tendencia a reducir las exigencias y a tomar las cosas con más calma.

La buena noticia es que el cambio ya ha comenzado. Por toda Europa, Asia y América, la gente busca maneras de dar marcha atrás, de dar a los niños mayor libertad para explorar el mundo a su propio ritmo, de permitirles ser niños nuevamente.

Muchas escuelas están poniendo freno a la obsesión con los exámenes y reducen la carga de trabajo académico. Para sorpresa de todos, descubren que los alumnos aprenden mejor cuando tienen más tiempo para relajarse, reflexionar y hacerse cargo de su propio aprendizaje. No hace mucho, una escuela privada escocesa, el colegio Cargilfield (http://www.cargilfield.com/), prohibió los deberes para los alumnos de entre 3 y 13 años. En un año, las notas de los exámenes de matemáticas y de ciencias subieron casi un 20%. La medida les da además a los chicos más tiempo para distenderse y jugar. “Tiene mucho que ver con que los niños disfruten cuando son pequeños y no conviertan su día en una larga y única tarea”, dice John Elder, el director del establecimiento. “Estamos aquí para disfrutar, y nunca volveremos a tener la oportunidad de revivir nuestra infancia”. Este año, Toronto se ha convertido en la primera ciudad de América del Norte en suprimir por completo los deberes para los niños de cualquier edad.

En sintonía con esta tendencia, en ciudades de todo el mundo se fijan ahora días especiales en los que todos los deberes y actividades extracurriculares se suspenden. Para muchas familias, ir una sola tarde a karate o a hockey sin tener que salir corriendo es un alivio tan grande que recortan su agenda durante el resto del año. Algunas universidades de élite están enviando un mensaje similar. El Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) modificó recientemente la solicitud de ingreso, poniendo menos énfasis en el número de actividades extracurriculares en las que puede inscribirse el aspirante para hacer más hincapié en aquello que realmente le despierta su pasión. Incluso la poderosa Universidad de Harvard recomienda a los ingresantes revisar su lista de actividades antes de entrar. Publicada en la página web de la universidad (http://www.eecs.harvard.edu/~lewis/SlowDown2004.pdf), una carta abierta del ex decano Harry Lewis advierte a los estudiantes que sacarán más de la universidad, y ciertamente de la vida, si hacen menos cosas y se concentran en aquellas que realmente los apasionan: “Tendrán más posibilidades de sostener el intenso esfuerzo necesario para realizar un trabajo de nivel en una determinada área si se permiten cierto tiempo libre, cierta recreación, cierto tiempo para estar solos, en lugar de llenar su agenda con tantas actividades que no tengan tiempo de pensar por qué están haciendo lo que están haciendo”.
Lewis también apunta a la idea de que todo lo que hacen los jóvenes debe tener una retribución apreciable o contribuir a forjar el currículum perfecto. “Equilibrarán mejor su vida si participan en algunas actividades por pura diversión, y no para alcanzar un rol de liderazgo que (ustedes esperan) les pueda servir como credencial distintiva para un empleo de posgrado. Las relaciones que construyan con sus amigos y compañeros de habitación en su tiempo libre quizá tengan una mayor influencia en su vida futura que el contenido de algunos de los cursos a los que están asistiendo”. El título de la carta suena como un desafío directo a la cultura de la programación excesiva: “Bajen el ritmo: Sacar más de Harvard haciendo menos”.

Familias de todo el mundo hacen caso del llamado. Para los Kessler, de Berlín, el punto de inflexión se produjo cuando sus hijos –Max, 7 años, y Maya, 9– empezaron a pelearse constantemente. La madre, Hanna, juzgó que el exceso de actividades extraescolares (violín, piano, fútbol, tenis, esgrima, voleibol, taekwondo, badminton y clases particulares de inglés) los estaba distanciando.
“Cuando yo era chica tenía mucho tiempo libre para estar con mis hermanos”, nos dice. “Nos llevábamos bien, y seguimos llevándonos bien. Al ver los horarios de mis hijos, me di cuenta de que Max y Maya prácticamente no pasaban ningún tiempo juntos, porque uno o el otro siempre estaba yéndose deprisa a alguna actividad”. Hanna decidió reducir la agenda a tres actividades extraescolares por niño. Los chicos no echan de menos las clases que abandonaron, y la armonía entre los hermanos parece haberse instalado en la casa de los Kessler. “Ahora nos llevamos mejor”, dice Maya. “Nos divertimos mucho juntos”. Max pone los ojos en blanco, Maya le lanza una mirada feroz y, por un instante, parece que las viejas hostilidades podrían reanudarse. Pero entonces los dos se echan a reír. Hanna sonríe con una expresión radiante. “Jamás volvería a estar ocupada todo el tiempo”, dice.
Para devolverles los deportes juveniles a los jóvenes, las ligas están tomando fuertes medidas contra los padres que gritan insultos desde el costado del campo, y ponen ahora el acento en que los chicos aprendan y disfruten el juego, y no en que ganen a toda costa. Un equipo de hockey sobre hielo de Toronto formado por niños de 10 años dejó de llevar estadísticas personales, controlando que todos los chicos, independientemente de su capacidad, jueguen la misma cantidad de tiempo. El resultado: los niños volvieron a enamorarse del hockey, mejoraron su nivel y ganaron casi veinte torneos en tres años.
Hasta los padres fanáticos están aprendiendo a relajarse. Vicente Ramos, un abogado de Barcelona, solía controlar desde el costado de la cancha a su hijo Miguel, de 11 años, cada vez que éste jugaba al fútbol. La mayor parte del tiempo se la pasaba gritando: “¡Corre al área! ¡Pasa la pelota! ¡Marca a ese jugador! ¡Vuelve a tu posición!”. Después, mientras volvían a casa en el auto, analizaba el partido y le ponía a su hijo una nota, de uno a diez. Un día, Miguel, un niño fuerte, rápido y dotado de una excelente izquierda, le dijo que quería abandonar el fútbol. “Me quedé duro”, cuenta Ramos. “Hubo un montón de gritos, de discusión y llanto, y al final salió con que estaba harto de mí porque yo siempre le estaba encima”.
Ramos decidió tomarse las cosas con más calma. Ahora, se limita a veces a llevar a su hijo al club y se va a un bar a tomar un café mientras lo espera. Cuando se queda a verlo, reduce al mínimo sus indicaciones. En el camino de vuelta, ya no califica la actuación de Miguel, y, con frecuencia, hablan de cosas ajenas al fútbol. Ramos se siente sorprendido y aliviado al comprobar que su humor de la semana ya no está teñido por la suerte de su hijo en la cancha. Y lo que es más importante, Miguel ha redescubierto su amor por el fútbol y siente que juega mejor. “Ahora sólo pienso en el juego y en lo que voy a hacer con la pelota, en vez de preocuparme por lo próximo que va a gritar mi papá”, dice. “Es un gran alivio”.

Nuestra tendencia a envolver a los chicos entre algodones para protegerlos del más mínimo riesgo también está siendo reconsiderada. En un nuevo jardín de infantes de Escocia, los niños de tres años pasan el día en un bosque, negociando con el clima riguroso, los fogones y los hongos venenosos. Por supuesto, sufren algún que otro raspón o quemadura, pero van al jardín más contentos, más seguros y menos propensos a enfermedades y alergias que sus pares de los jardines de infantes tradicionales. O fíjense en el éxito mundial de El libro peligroso para niños, de Conn Iggulden, un manual lleno de ideas para que los chicos disfruten todo tipo de pasatiempos de alto riesgo, desde carreras de carritos hasta hacer hondas y catapultas.

Todos estos cambios implican criar a los niños con un toque más liviano, permitiendo que las cosas sucedan en lugar de forzarlas. Pero hay mucho más por hacer. Necesitamos tener escuelas, deportes, publicidad, tecnología y planificación urbana mejor pensadas para los niños. Debemos rescatar la idea de que el simple juego, cuando se deja a los chicos hacer lo que tienen ganas sin metas ni objetivos, es una parte esencial de la salud infantil. Un buen punto de partida es reservar una o dos horas diarias para que se entretengan ellos mismos sin ayuda de la tecnología o de los adultos.

Para lograr que algo de esto ocurra, los padres tienen que aprender a relajarse. Pero, ¿cómo saber si estamos presionando demasiado a nuestros hijos? No siempre es fácil, pues el límite entre la paternidad comprometida y la híper paternidad puede ser muy delgado, si bien hay señales de advertencia indicadoras. Si uno le hace los deberes a su hijo o se queda ronco de gritar cuando va a verlo a una competencia deportiva, si espía su página de MySpace o no lo dejar correr tantos riesgos como los que uno corría a su edad, si lo ve dormido en el auto cuando lo lleva a su siguiente actividad extraescolar, o si le cita textualmente manuales para padres, puede que esté pasándose de la raya.
El primer paso para relajarse es sacarse de encima el perfeccionismo.
No hay ninguna receta mágica para ser padres. La ansiedad y la duda son parte natural de la crianza de los hijos, y no una señal para empezar a controlarlos más todavía. La infancia no es una carrera que sólo los niños alfa pueden ganar. Cada niño es diferente. Fíjese en las personas de su propio entorno social a las que más admira y que más le agradan: lo más probable es que hayan llegado a la adultez por caminos distintos. Muchas quizá maduraron tarde. Y la mayoría de ellas prosperó en la vida sin que las sobre controlaran desde su nacimiento.

Sin embargo, un toque más liviano no siempre es la mejor política. En lo que atañe a proteger a nuestros hijos del consumismo, necesitamos actuar con mano más dura. Por eso es que en todo el mundo hay campañas de padres para impedir que las empresas pongan anuncios publicitarios en las escuelas. Hay también una fuerte reacción contra la tendencia a las fiestas de cumpleaños cada vez más costosas. Muchos padres ponen ahora un límite de gastos para los regalos y el cotillón, o directamente los eliminan. Otros acuerdan un límite de invitados. En otras palabras, los padres están reaprendiendo el arte perdido de decir NO.
Hoy, muchos niños necesitan realmente escuchar más seguido la palabra no. Mientras invertimos tiempo, dinero y energía en ayudar a nuestros chicos a tener un currículum ganador, en materia de disciplina tendemos a vacilar un poco. Simplemente, parece más fácil decir que sí a otra hora más de Nintendo o a un cuarto desordenado. Pero los niños a veces necesitan disciplina y una mano firme. Los límites los hacen sentirse seguros y los equipan para la vida en un mundo construido en base a reglas y acuerdos.

Lo fundamental es que, respecto de la crianza de los hijos, debemos aprender cuándo hacer menos y cuándo hacer más, cuándo emplear un toque suave y cuándo ser duros. Lamentablemente, los padres no podemos comprar ni alquilar esa sabiduría: eso viene de adentro. Nosotros conocemos a nuestros hijos mejor que nadie, lo que significa que la mejor manera de ser padre es confiar en nuestro instinto. Escribí “Bajo presión” para dar a los lectores la confianza que les permita bloquear la presión de los pares y los mensajes confusos, tanto de la industria del asesoramiento para padres como de los medios de comunicación, a fin de que puedan hallar el equilibrio que mejor convenga a su familia.
¿Y qué hay de mí? Bueno, voy mejorando en cuanto a hallar ese equilibro. Hace poco, mi hijo me anunció su intención de entrar en el club de dibujo que hay en la escuela. Me las arreglé para sonar complacido sin hacer un gesto de victoria ni decirle “Yo te lo dije”. Fue su decisión, y yo sabía que debe seguir siendo así.
Sólo espero recordar esa lección cuando llegue el momento de organizar su primera exposición…

Fuente: Revista Noticias

Carl Honoré

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