Brunella y su calesitero. Historia real.

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“¿Vos sabés cómo es la de la calesita?”, me preguntó Jorge entornando los ojos a la vez que bajaba el tono de voz, en la actitud propia del que va a confesar una trapisonda; sólo le faltó mirar a ambos lados para ver si había alguien cerca que pudiera escucharlo. Jorge es el empleado de la calesita a la que vamos con Brunella cada sábado a la mañana, y siempre charlo un poco con él, que con su simpatía y llaneza logra que yo supere por un rato mi poca habilidad para establecer conversaciones de ocasión.  Jorge es un poco viejo, bajito y torcido, de piel cetrina y nariz grande, es muy ágil y anda rápido; se diría que es una especie de minotauro con cabeza de tortuga y cuerpo de ardilla. Fuma mucho y todo el tiempo lo sigue una nube de humo. No sé nada de él, salvo que trabaja en la hemeroteca de la Biblioteca Nacional -dato no menor- que es calesitero porque le gusta -dato menos menor que el anterior-, y que para darse ese gusto viene en tren desde algún lugar lejano de zona norte, donde vive y donde podría quedarse con su mujer. Por el tiempo que pasa Brunella en la calesita he podido comprobar que es su mejor cliente, ya que todos los demás chicos llegan después y se van antes. Mientras otros padres y abuelos sacan uno o dos boletos –cuesta cuatro pesos la vuelta-, yo le garantizo a Jorge veinte pesos a cambio de dos promociones a diez pesos cada una por tres vueltas, y él le asegura a Brunella una sortija por cada promoción, que durante la última vuelta de cada serie le entrega trepándose de un salto a la calesita y dándosela en mano para obviar la vieja farsa innecesaria del menor que por destreza captura el fierrito que el calesitero quiere escatimarle. Total, Brunella da ocho vueltas, superando con mucho a cualquier competidor de su edad y tamaño. Algún dato más para el contexto: los boletos de la calesita son iguales a los antiguos boletos de colectivo en los que se buscaba el número capicúa, que eran esos que daba el chofer cortándolos de una máquina de latón. Jorge tiene esa misma máquina y de ahí corta los boletos, que ahora en vez de números tienen, precisamente, el grabado de un carrusel. La Caja de la calesita, donde se producen las operaciones de compraventa de los boletos, es una pequeña casucha en la que Jorge toma mate, escucha la quiniela y pone la música (esto es un decir, veremos enseguida). Brunella siempre pasea sobre Margarita, una jirafa de madera de cuello corto y que parece por demás cómoda, ya que tiene el lomo de base plana, como una silla; a veces decide cambiar de monta para probar, pero pareciera que los demás animales son un poco zainos, porque siempre vuelve con Margarita, que la espera fielmente porque nadie elige a la jirafa. Brunella jamás come golosinas de ningún tipo en ningún lado, ni de las mejores. Sólo hay una excepción a esa frugalidad: los alfajores de la calesita. Ella me pide su alfajor a los gritos cuando recibe la primera sortija, es decir, cuando ya empezó a girar la última vuelta de la primera serie. Yo, obediente, lo compro a tres pesos mientras pago los boletos de la serie que viene. Jorge conserva ordenadamente los alfajores en pilitas sobre su mesa, junto a los turrones (en esas dos golosinas se agota la oferta), al lado de la expendedora de latón. Pero no se trata de cualquier alfajor, no. Es el Guaymallén, el alfajor más feo de que se tenga registro. Pero más: es el Guaymallén blanco, es decir, lo peor de lo peor: dos tapas secas unidas por una finísima línea de una materia oscura que pretende ser dulce de leche, revestidas de una pasta blancuzca y arenosa con poco gusto que provoca en la lengua una sensación rara, resbaladiza, picante (todos los que alguna vez se le animaron a un Guaymallén saben de qué hablo). Brunella, que no parece percibir nada de eso y que no tiene desarrollado el sentido de la comparación, engulle con fruición su alfajor blanco semanal en lo que dura una vuelta, cumplida la cual yo tengo que subir a retirar el envoltorio y entregarle el nuevo boleto. La música de la calesita se compone sólo de unos cuatro o cinco temas -el primero de Topa y Muni, sobre las profesiones-, que se repiten al infinito y a mí me resultan ya inaguantables, lo que no es raro si se piensa en que hace al menos dos años que cada sábado los escucho sin parar. Tanto es así que cuando termina un tema y la calesita se detiene, mientras se produce el recambio de pasajeros y el retiro de boletos y sortijas, me sorprendo tarareando involuntariamente las coplas del tema que va a venir (un verdadero horror). La música es cosa fundamental en una calesita, porque la duración de la canción determina la de la vuelta; he pensado que acaso las cuatro canciones perduran y se imponen porque con ellas se dio en el clavo con la duración estándar de una vuelta de calesita, cuestión ésta sobre la que nunca se ha llegado a un acuerdo definitivo. No hace mucho tuve una esperanza: escuché que emergía un nuevo y hermoso sonido de temas distintos, y con el corazón batiente de ansiedad le pregunté a Jorge con prudente expectativa: “¿cambiaste la música?”. De pasada nomás me dijo algo así como que se había “modernizado”, sin percatarse de que mi pregunta era casi existencial. No pasaron más de dos de los nuevos temas cuando se hizo un silencio espectral en el medio de la vuelta…y apareció estridente la voz del odiado Topa con la canción de las profesiones, dando inicio a la retahíla de siempre. No supe si llorar o arrebatarle la sortija a algún niño y enterrársela a Jorge en un ojo. Opté por sentarme en un banco, muy deprimido, mientras las terminaciones nerviosas de mis labios empezaban, solas, a tararear junto a Topa la canción de las profesiones. En fin…no guardo rencores por eso y espero cantando paciente que la música cambie alguna vez o, más seguro, que Brunella crezca. Fue en ese contexto que Jorge empezó a explicarme algunos gajes de la actividad calesitística. Me contó, entre otras fútiles mezquindades humanas de escasa entidad que las abuelas sacan un solo boleto y retardan la entrega cuando él pasa a recogerlos, especulando con que se va a olvidar y van a poder llevárselo para la próxima vez que vuelvan con el nieto, o la madre que al cabo de la vuelta “olvida” al nene arriba de la calesita mientras hace que lee, esperando que arranque de nuevo para recién entonces simular que quiere bajarlo infructuosamente, o el padre que alega pérdida o robo de la billetera mientras lanza al niño como paracaidista sobre un caballo. Supongo que después de un par de esas historias, que debo de haber escuchado con interés, Jorge me consideró ya un iniciado. Y fue entonces, en una mañana fría y nublada en la que sólo estábamos nosotros tres -Brunella de gira con Margarita- que bajando la voz aunque no hubiera nadie, y encorvándose un poco como para formar una cueva de intimidad, se decidió a hacerme la revelación.  “¿Vos sabés cómo es la de la calesita?”, me preguntó desde adentro de la casucha. “No” -contesté, al tiempo que apoyaba mis codos en la ventana de la Caja para acercarme un poco más, aunque no muy seguro de querer escuchar una verdad que seguramente iba a destruir un mundo hasta entonces impoluto para mí. “Me imaginaba…”- me dijo, significando que era de toda lógica que yo fuera un verdadero inocente de ciertos secretos. Después apagó el cigarrillo como para que nada lo distrajera, y bajando aún más la voz habló: “Para hacerla necesitás dos pibes chiquitos. Ponele que tenés dos pibes que vienen con el padre o con la madre. Viene el padre y les saca una sola vuelta a cada uno. Vos los tenés que mirar bien cuando suben para acordarte como son, por lo menos a uno, pero igual casi siempre se sientan cerca. Entonces, apenas arranca la vuelta manoteás la sortija, buscás a uno de los dos y se la das rápido. Cuando termina la vuelta el que tiene la sortija se queda arriba contento, y el otro se larga a llorar porque lo quieren bajar a él y al hermano no. Entonces el padre tiene que ir y sacar otro boleto”. Hizo un silencio expectante dándome tiempo para asimilar el impacto y ver mi reacción. “Ah!” -le dije, levantando un poco las cejas- “Mirá vos” -completé con esfuerzo, asintiendo despacito acompasadamente y con las comisuras de los labios hacia abajo, en el gesto típico del que asume de a poco una verdad que no esperaba. Entonces hizo una media sonrisa de suficiencia y me guiñó un ojo en señal de complicidad. “Esa es la de la calesita”, ratificó orgullosamente. Después prendió un cigarrillo y salió de la casucha como una ardilla veloz con la sortija para Brunella, que ya iba por la tercera vuelta. Me quedé un rato más acodado en la ventana mirando para adentro, al vacío, absorto, hasta que me despabiló un eco lejano que me trajo de nuevo a la realidad, y que al principio no reconocí y que supuse proveniente de ese mundo misterioso: “Papáaaaaa, el alfajor!!!”. Más tarde, cuando volvía caminando con Brunella de la mano, me reí de mí mismo. ¿Que pretendía escuchar yo de Jorge? ¿Que hay un enano demiurgo adentro del eje de cada calesita que le hace dar las vueltas? Que existe una sinarquía que se sirve de las calesitas como pantallas para ejercer de querusa el dominio de las plazas del mundo? ¿Qué cuando Holden Caufield quedó loco mirando girar a Phoebe en el carrusel del Central Park fue por un efecto narcótico que las calesitas disparan sobre los niños? También intenté justificarme, pensando que me dejé llevar por el aspecto de chaman que tiene Jorge y por la solemnidad que le metió al relato. Pero pensando un poco más, creo que todo era perfectamente lógico, y que el único que estuvo fuera de foco fui yo. La calesita, ese pequeño mundo circular que gira eternamente sobre sí mismo en caballos de madera, por su propia esencia de pureza no podría tolerar un acto más grave que esa mínima treta que vale cuatro pesos. Y Jorge, que parece cándido pero es astuto, en la certeza del que se sabe predestinado a una alta función está convencido de que cualquier hecho de ese universo de autos, aviones, caballos y jirafas comandados por niños tiene una significación superior, más importante que cualquiera de los hechos que pueblan el mundo vil y mezquino en el que vivimos nosotros. Y la verdad, tiene razón. Brunella y miles más como ella pueden dar fe.

Entre las noches de los días lunes 26, madrugada del martes 27, noche de ese martes y madrugada del miércoles 28, noche de ese miércoles y madrugada del jueves 29, en todos los casos más o menos desde las once y media a las 12.30 a 1.30. Agosto de 2013. Brunella tres años, siete meses, y unos días.

Leandro Destefano

3 Responses to Brunella y su calesitero. Historia real.

  1. gloria dice:

    Maravilloso relato, !!
    felicitaciones Leandro por como lo escribiste y a Brunella también!

  2. Betina dice:

    Hermoso relato! Me trajo a la memoria mi niñez, cuando mi papá nos llevaba a la calesita del parque. Éramos cuatro hermanos y ese “secreto” lo descubrí hace muchos años. Me pone feliz recordarlo. Muchas gracias

  3. gloria dice:

    gracias a vos Betina es realmente hermoso!

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